por Diego Vadillo López

Azay Art Magazine

De aspecto napoleónico, y con esa capacidad de acción de los bajitos, emerge Romeo Niram; un haz de luz tenue lo atrae desde la oscuridad, donde permanece embarcado en un luminoso proceder. Posee una mirada que salva la directa y diametral visión de la realidad; puentea la noche existencial; la desestructura en su cocina inaudita. Su pincel es una jeringa con la que inyecta el veneno del arte al trabajo artesanal, la artesanía en el arte; sobre la contrabasa de la impecable técnica implanta sus dones, prodigio de luz y color. Niram no pinta; él abre las compuertas del embalse talentoso a unas aguas de magnificencia que arrasan el lienzo devastando la convención y posibilitando nuevos parajes inesperados. Pareciera derretir Niram, con la fuerza de su mirada azabache, entre atormentada y apacible, sus cuadros. Es un Velázquez desaliñado, un Da Vinci que desmadeja las proporciones con la audacia de un ajedrecista travieso y animoso; con la pericia de un restaurador que ordenase el desorden, desordenando, a su vez, el plato terráqueo del statu quo bajo el vacío celeste.

Niram, en la vida y en el arte, parece desbaratar moldes, mas lo que en realidad hace es hallar conexiones subyacentes. Da constantemente jaque mate a lo que pareciera ser, al tiempo que reinventa el impresionismo, siendo él personificación de un expresionismo con chaqueta de pana y coleta goyesca. Es un pintor de cámara inverso; asilvestrado de aristocracias pictóricas. El suyo es un aristocratismo indómito y anegado en la tisana de la beldad artística. En definitiva, la obra de Romeo Niram es un desbarajuste armonizado por el talento.

Por otra parte, Niram es un anti-Rubens, no cabe la retención de líquidos en las nalgas de sus féminas. Niram demuestra en sus cuadros no solo ser un erotómano que registra escorzos femeniles de gran finura; también tiñe de delicadeza momentos que habrían de ser ordinarios. Resuelve lo trivial cubriéndolo con un velo de pictórico satén.

Un manto de erudición y maestría pareciera haber movido las muñecas con las que creó tan dislocado universo pictórico. Pinta casas abiertas al paisaje, aquejadas de una parcial demolición. Puede ser esto el reflejo de un espíritu en tierra de nadie, semiderruido y reinventado a cada instante. Los cimientos de su pintura están firmemente asentados en el aire, en un aire de novedad que moltura lo compacto, como si deseara desentrañar misterios insondables. Niram es un afinado buscador de oro que emplea las pepitas para construir cuadros que son el oro líquido densificado de sus pinturas.

La paleta de Niram es un universo en potencia, abigarrado y sugestivo a un tiempo. Cuando caen los escombros de la morada interior se abre el mundo, un mundo expedito en el que sitúa a lo príncipes, engalanados con sendas vestimentas ceremoniosas y con el azul de un cielo conectado al mar, con capiteles en situación de gravedad cero, como si no quisieran enraizar en una concreta circunstancia. Es lo que le pasa al vivaz Romeo, un hombre siempre de paso, infectado de proyectos que le planean todo el tiempo.

Los cuadros de Niram tienen algo de greguería: amalgaman tendencias y matices de escuelas y épocas a priori irreconciliables que él integra con la misma naturalidad con que atisba la posibilidad de lo imposible.